John Huston o el Halcón Maltés del cine del siglo XX

«He vivido muchas vidas» esa fue una de las frases que dejó en sus memorias para la posteridad uno de los grandes cineastas del Siglo XX. Y es que antes...
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«He vivido muchas vidas» esa fue una de las frases que dejó en sus memorias para la posteridad uno de los grandes cineastas del Siglo XX. Y es que antes de dedicar su vida al séptimo arte, John Huston fue boxeador, periodista, novelista, militar, criador de caballos, cazador y coleccionista de arte.

John Huston pertenece a la lost generation, a los que sufrieron las turbulencias de la Segunda Guerra Mundial y del maccarthysmo, años en los que Huston aportó su talento en títulos capitales del cine negro. Huston, en cuya biografía se suceden la experiencia militar y el boxeo, había iniciado una modesta carrera como actor en 1925, a la sombra de su padre, Walter Huston, que dio paso a su actividad como guionista, en títulos tan notables como El último refugio (1941), de Raoul Walsh y con Humphrey Bogart, en el año de su debut como director. En efecto, Huston recuperó a Bogart, que moría como gángster fugitivo al final de aquel film, para convertirlo en el detective privado Sam Spade de El halcón maltés (1941), una versión magistral de la novela de Dashiell Hammmett. Bogart encarnó a un personaje de perfil turbio en el claroscuro de un choque de codicias, en pos de la valiosa estatuilla del halcón. El gangster daba paso así a un detective menos romántico y erigía un hito en la historia del cine.

A John Huston le gustaba la variedad y confesaba que el aburrimiento era una sensación que le aterraba. Quizá por estas dos razones, este prolífico cineasta haya logrado una filmografía tan diversa como vigorosa, a pesar de lo disparejo que resultan algunas de sus películas. La suya, no obstante, es una obra de una imaginación auténtica y honesta.

Su gusto por la literatura le permitiría convertirse en un excelente adaptador y guionista, además de que, como realizador, frecuentemente recurriría a sus novelas favoritas para llevarlas a la pantalla, desde el El halcón maltés, de Hammett, hasta Los Muertos (1987), de Joyce; pasando por El tesoro de la sierra madre (1948), de Traven; Mobie Dick (1956), de MelvilleEl hombre que sería rey (1975), de Kipling, o Bajo el volcán (1984), de Lowry, entre otras.

Las películas y los personajes de Huston tienen signos que los hace semejantes: la expresión del ser humano ante sus conflictos moralescomo sucede en La reina africana Los muertoslas criaturas que transitan de la fortuna al fracaso (El hombre que sería rey); la frustración (Los inadaptadosReflejos en un ojo dorado) y la mala suerte como demonios al acecho (El honor de la familia Prizzi).

Esas preocupaciones revisadas con la lente personal de su sensibilidad y su talento, logran manifestarse con una emotiva intensidad que suele construir una sólida comunión con el espectador. La colección de personajes “derrotados” que animan una buena cantidad de sus películas muestran las complejas dudas existenciales que crepitaban en el interior de este tozudo cineasta, cuyo humor y desenfado le eran útiles para encubrir asuntos que en el fondo pueden perturbar a cualquiera. Esos dilemas constantes se encuentran tan bien construidos, por ejemplo, en su última película que es una obra maestra, Los muertos. En ésta se sienten tan cercanos que no es posible abstraerse de la melancolía que abruma a los personajes.

A los 60 años, Huston ya era un director prestigioso, pero, aparentemente, con pocas novedades que ofrecer. Instalado en Irlanda, tierra de sus antepasados, recuperó el pulso al explorar la homosexualidad de un militar en Reflejos en un ojo dorado (1967), según la novela de Carson McCullers y con Marlon Brando y Elizabeth Taylor. Pero su resurrección artística llegó con su film pugilístico Fat City (1972), sobrio y preciso, que constituyó a la vez la exploración de un ambiente que conocía bien y un retrato implacable de sus sujetos perdedores.

El balance final de su carrera ofreció una impresionante galería de personajes broncos, marginales o frustrados, víctimas de la violencia interior o exterior, percibidos por una mirada desencantada, cuya visión pesimista de la condición humana ofreció un contrapunto de gran dureza a la América sonrosada y feliz aireada usualmente por el Hollywood optimista. 

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